12/1/13

III.- DON MARCELINO




Mi primer maestro fue Don Marcelino, con todo lo que encierra la palabra maestro, maestro en la vida y en la educación, maestro, no profesor. Maestro con letras mayúsculas, en negrita y subrayado.

Le recuerdo enorme, alto y fuerte como un roble, con su andar lento y seguro, con aplomo y como si fuera asegurando el paso antes de dar el siguiente. Su cartera negra bajo el brazo y su abrigo gris de espiguilla, que le confería un aire solemne y majestuoso. Marcelino Era grande, pero se agigantaba cuando subía al estrado desde donde impartía la clase.

 En aquel colegio solo existían dos clases, separadas, una para chicos y otra para chicas. Todos los alumnos convivíamos en ese aula, no importaba la edad, juntos pero no revueltos, los mas pequeños aprendían las mañas de los mas mayores. El aula era muy grande, sembrado de pupitres de dos plazas con asientos abatibles. La mesa también se abría dejando a la vista un inmenso cajón donde se dejaban los útiles de estudio, que no eran muchos. Unos tinteros, siempre vacíos, de porcelana le daban un aspecto de escritorio. 

 Al ser de madera, los pupitres se ensuciaban, rayones, pintadas, todo esto se reparaba periódicamente, raspando cuidadosamente hasta borrar todos los indicios del vandalismo juvenil, al fondo del aula la mesa de don Marcelino, ligeramente elevada por el estrado, detrás un enorme ventanal que daba al patio de un chatarrero. Flanqueaban esta imagen dos vitrinas, una a cada lado, donde se conservaban en formol, estrellas de mar y otros animales, así como unas magnificas cajas de sólidos que escondían conos, cubos , prismas, cilindros, todos ellos de magnifica madera. Un crucifijo, junto a los retratos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, presidían la pared

 El material escolar que utilizábamos era mas bien escaso, mejor, muy escaso. Llevábamos diariamente un vaso de aluminio, para beber la leche en polvo que cada mañana y tras su elaboración por los alumnos, nos repartían por gentileza del gobierno de las Estados Unidos. Completaban el ajuar escolar, una bolsita con canicas para jugar en el recreo , un pizarrin de manteca y un trapito para borrar la pizarra que aportaba el colegio.



La pizarra, era un cuadrado de  unos veinticinco por quince centímetros , mas o menos, negra y enmarcada de madera, que servía para escribir con un pizarrin , una vez lleno se borraba y se escribía de nuevo.



La rutina, era la misma cada día, tras rezar unas oraciones y tras los gritos de rigor ¡ Viva Franco, Arriba España !, se repartían las pizarras, se encendía la estufa de serrín que presidía el aula y el maestro procedía a impartir la lección correspondiente.


Don Marcelino, nos hacia varias preguntas referentes a la lección que había impartido y nos reunía de pie alrededor de la estufa , nos iba leyendo las pizarras y nos corregía los errores , que eran muchos.



A media mañana, se colocaba en la estufa un gran perol de aluminio, se echaba agua y tras calentarla, se vertía la leche en polvo, que se iba removiendo, poco a poco, con una gran cuchara de madera, para evitar que se hicieran grumos. Una vez disuelto se repartía con un cazo, llenando los tanque que llevaban los alumnos que bebían en el recreo, por entonces la calle del Molinillo.


Aquella calle, cerrada al escaso trafico de entonces, era sin duda, el mejor recreo. La calle entera se llenaba de pequeñas parcelitas, marcadas en la tierra con un palo, donde los grupos de alumnos jugaban a canicas . Estas pequeñas bolitas de barro, decoradas con pintura de colores, era el único patrimonio, que generalmente tenia la chiquillería. Tener muchas canicas era importante, o bien se disponía de buena propina, cosa difícil entonces, o bien se tenia buen tino y se ganaba al contrario, el cual si perdía, entregaba su canica.


 Siempre me pareció, que el compromiso personal de Don Marcelino, iba mucho mas allá de desasnar a aquella cuadrilla variopinta de chiquillos de barrio. Su compromiso con nuestra formación, le hacia ejercer de padre, muchas veces nos fue a buscar al campo de fútbol de Zatorre, donde por entonces entrenaba y jugaba el Burgos C.F. . Allí nos recogía y nos llevaba, a regañadientes, como si se tratase de un rebaño de ovejas descarriadas, hasta la clase para seguir con nuestra lenta  pero constante educación.


Pasaron los años, fui a otros centros mejores, pero nunca olvidaré aquel colegio, pobre y de precarias instalaciones, donde el retrete era una pared, con un canalillo de chapa que recogía los orines y los canalizaba al agujero de la letrina. 
Ese colegio donde por las tardes se nos repartía un trozo de queso incomestible, proveniente también del plan Marshall.


Aun recuerdo la paciencia de Don Marcelino, con un alumno que siempre llevaba a su perro a clase y le dejaba que se quedase en el pasillo tumbado junto al pupitre, llegó a considerarlo como un alumno mas. “Siento decirle , señor Alfredo, que ha aprendido mas su perro que usted durante este curso”.


Nunca olvidaré a ese hombre enamorado de su profesión  y que nos tenía verdadero cariño, luchaba a brazo partido para meter en nuestras duras cabezas de chicos de barrio, un poco de bondad y sabiduría.


Nunca viviré lo suficiente para agradecer a ese santo varón, lo mucho que hizo por nosotros, gracias por todo y sobre todo por no matarnos, que motivos para ello dimos.












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